
Un pudor que no puedo vencer, me impide escribir a la mujer de Henri, De otra parte, la evocación de cada palabra, de cada gesto, el silencio definitivo de tantos proyectos que tendí hacia él y con él, renuevan en suspenso, una presencia que me ocupa entero y que no quiero o no puedo abandonar.
Todo lo de aquí, lo nuestro, fue nuevo para él, y tal vez, esa abertura inicial y fugaz, le haya conferido durante el brevísimo tiempo de su visita, el halo de atracción, de hacerse centro, de proyección hacia él, que yo sentí de inscribir en él no ya las cosas, sino el aire mismo en que se dan las cosas, como una permanente sorpresa o un regalo que cada vez depositaba en él, en la alegría del encuentro de un amigo, íntimo y sorpresivo, que abre todas las puertas y las deja abiertas.
Así, desde los primeros momentos me di cuenta, aunque no lo conocía, que unas breves palabras bastaban en la comunicación, y que un amplio trasfondo de entendidos, generado tal vez en la phaléne, hacía rápidas y eficaces las palabras, hacía elocuentes y posibles esos largos y acompañados silencios que vivimos juntos muchas veces después, y daba margen a la delicadeza, que parece ser esa virtud –por completo ajena a la cortesía de las costumbres- que permite oír y hablar, contar la vida y mostrar las obras, tal como lo hicimos aquí en tan corto tiempo.
La vida de la Escuela de Arquitectura, las reuniones de la naciente Ciudad Libre, los almuerzos comunes en la Escuela, la acción y las alternativas de la política en la Universidad, los actos del Instituto de Arte, las clases u conversaciones con los alumnos de primer año “120 caras por primera vez del ante de mí”, nuestras reuniones de estudio hablando sobre el diseño, los planes de estudio, rememorando y tratando de recoger su larga experiencia, los viajes repetidos a Santiago y a Concepción, la relación con los industriales que se comprometían con nosotros para la ejecución de futuros cursos de diseño industrial, la realización de su obra póstuma

que, contraviniendo su costumbre y por razones docentes, debió elaborar ajeno a toda intimidad, exponiendo en cada paso las alternativas de su reflexión, haciendo de su propio proceso una lección para los alumnos, el conocimiento, el trato con muchas personas que lo conocían a él pero que él no conocía; todo esto configuró un tiempo de actividad loca, de gran densidad, de exigencia física e intelectual que, más allá del cansancio, lo hizo feliz.
La última noche, hablando ya solos, de su estadía entre nosotros, me dijo que para él, la experiencia de Chile había sido como “despellejarse” y desprenderse de una costra acumulada en muchos años. Con esa reserva, tan propia de él, parecía esperar la intimidad de su mujer y el retiro de su taller en París para atar tantas cosas múltiples y heterogéneas, y contar interminablemente después, a los amigos de Francia, esto que él llamó en esa misma conversación, “otra visión del universo”, que resumía irónicamente en su decidido propósito, al volver, de “subdesarrollar a Francia”.
La última noche, él estaba conmovido de la ternura del trato de los chilenos. Pero al hablar así, él dejaba de lado la fuerza y la virtud de su propia gentileza, que desde el primer momento, le prometía atraer y penetrar en las personas, tal vez como yo lo vi hacer en todas las oportunidades en que estuvimos juntos.
Un día, después de una ardua reunión con industriales que era muy importante para nuestros planes de estudio y que él había manejado como un maestro, le dije que era un “fenómeno” para calar y tratar a la gente. El me respondió que el complejo de todo francés era lograr ser gentil y brillante a la vez, y que yo, en esta clase de cálculos, era aún más malvado que él. Aparentaba un cálculo minucioso de estas situaciones. Supongo que el

primer día, a su llegada a Pudahuel, se habrá sentido desconcertado. Lo íbamos a buscar Pancho, Christos, Claudio y yo –que no lo conocía- más algunos representantes de la empresa Zig-Zag, que colabora con la Escuela de Arquitectura en los cursos de diseño gráfico y había ayudado a financiar la visita de Tronquoy a Chile. Para Zig-Zag esta era una visita oficial y, en los primeros momentos, Henri se vio envuelto, ya en la losa del aeropuerto, con el asesor artístico de Zig-Zag, Vittorio de Girólamo, la relacionadora pública de Zig-Zag, Ana María Vergara y un fotógrafo que incansablemente recogía imágenes desde todos los ángulos. A esto se sumaban algunos vigilantes del aeropuerto y la entrada a la aduana por un lugar especial, que le dio a la llegada todo el tono de una recepción oficial.
Antes de partir a Valparaíso, que está a 140 kilómetros de Santiago, Vittorio invitó a todos a almorzar a su casa y a la sombra de un acogedor parrón, almorzamos en una prolongada conversación hasta las 5 de la tarde. Ahí conoció a la mujer de Vittorio, Marta Armanet, sus hijos y muchos amigos de Santiago. Más adelante ,la hospitalidad de Vittorio permitió hacer de su casa el lugar de llegada, de reunión y alojamiento durante nuestras visitas a Santiago.
Después de las 5 partimos a Valparaíso cruzando a lo ancho del valle central y la cordillera de la costa, un viaje de dos horas y media en que Henri se hacía explicar todos los detalles, hasta que, desde lo alto de los cerros, llegamos a la bahía de Valparaíso iluminada en el crepúsculo, donde se descubre el inmenso horizonte del Pacífico que Henri contempla por primera vez.
Entramos a la casa de Godo, que es casi nuestra casa común, y ahí nos reunimos todos los del Cerro Castillo, las mujeres y una multitud de niños, una recepción a la napolitana donde Tronquoy,

con una afilada chaqueta de cuero y liando un cigarrillo, contestaba todas las preguntas de una estada en Argentina, de los amigos de Francia, en medio del tumulto de la curiosidad de los chiquillos. Según me contó después, este encuentro, las casas que dan a la calle, la calle convertida en patio, la fluidez que el vio más tarde viviendo con nosotros, que permitía a cualquiera entrar y salir, reunirse en todo momento, le parecía un bien único y extraordinario, y la base, tal vez de una unidad que era muy difícil de concebir en la realidad que él vivía en París.
Por otra parte, yo conocía como Henri vivía en París: su concentrada autonomía, el rito de una casa, los niños, la mujer, los cuidados minuciosos que no se hablan sino que se sostienen, el taller, los pequeños planos, el lugar donde solo llegan sino algunos, la concentración de su privacidad, la maestría de las manos, la lucha -mas bien- el juego de la reflexión, la observación, los dedos para conquistar el hallazgo de lo esencial de un objeto, en lo elemental y lo simple, que florece y se revela cuando está entre las manos, a partir del uso y del material. Prefería hacer todo antes que soportar el fastidio de encargar a otro una parte del trabajo. Este era su encierro, que no era más que el cuidado de su propia abertura.
Esto yo lo sabía en parte y en parte lo observé en él a través de nuestras largas conversaciones. Por eso, durante toda la estadía de Henri entre nosotros, me debatí, sin decírselo, entre el escrúpulo y la indecisión, de tener que enfrentarlo a la clase, a los alumnos, -la enseñanza sin obra- la calificación sistemática, la elaboración de planes de estudio para formar diseñadores, todo lo cual no solo contradecía sus hábitos, sino aún sus propósitos de no elaborar “principios” y construir su formación en la cristalización

de una lenta y larga acumulación de experiencias múltiples, provocadas por una existencia en que la vida, el trabajo y el estudio conforman una unidad casi inanalizable.
A partir de ese momento comenzó el trabajo que duraría un mes. Durante los primeros dos días, estando yo naturalmente a cargo de planear las actividades de Henri, no pude coordinar todas las cosas que se acumulaban en la dirección de la Escuela. Zig-Zag se había comprometido a tener preparado, en la Escuela, un material de exposición para los cursos de diseño y la elaboración de un folleto-libro que debía diagramar Tronquoy, y sin embargo, un día antes de su llegada, me impuse que no habían reunido nada. Reclamos, llamados telefónicos, etc., solo lograron que con dos días de atraso se reuniera el Valparaíso el material necesario. Desde mi ventana, aún recuerdo a Henri contemplando el mar, preocupado talvez de una inactividad que le había parecido inexplicable. Durante esa semana yo había programado que él conociera la Escuela, hiciera sus primeras clases, se impusiera del material de trabajo con el cual se realizaría el libro y viajaríamos el día jueves a Santiago para presentarlo oficialmente a Zig.Zag en un almuerzo que se llevaría a cabo con todo el estado mayor de la empresa, incluyendo a su presidente y cuasi-dueño, Sergio Mujica. Además, el conocimiento de talleres. El día martes, finalmente se produjo la primera clase, que no fue clase. Yo expliqué a los 120 o 140 alumnos reunidos, como trabajaba Tronquoy, cual era la donación que él nos hacía al venir a Chile. Previamente, como él estaba un poco nervioso de este primer encuentro, yo le había explicado que no se trataría de clases: que lo único que él debía hacer era narrar, como él quisiera, cosas hechas.

En la reunión previa, me di cuenta que cuando él contaba, deslizaba, de un modo u otro, con gran vivacidad, ciertas claves en la que él apoyaba su pensamiento. Y así lo hicimos. Traté de explicar a los alumnos cómo debían hacer para participar en una conversación y de ahí para adelante –creo yo que más tranquilo- Henri partió tratando de vencer el hielo inevitable de expectación que produce en los alumnos la primera palabra de un desconocido.
Según lo acordado en nuestras cartas, habíamos convenido con Henri que durante su estadía en Chile, desarrollaríamos tres tareas principales: una consistía en ayudarnos a establecer un programa o plan de estudios para los cursos de diseño gráfico y diseño industrial; otra, dar algunas conferencias, clases o conversaciones en reunión con los alumnos; finalmente otra que consistía en que él pudiera hacer algún trabajo de diseño gráfico, que sirviera de lección directa a los alumnos. Esto último lo conseguí en Zig-Zag y se decidió hacer un pequeño folleto-libro, de factura muy escogida, que explicara la historia y evolución de Zig-Zag, comprometiéndose la empresa a imprimirlo en las condiciones que fijara Tronquoy.
Al llegar Tronquoy a Chile, la empresa armaría la exposición del material disponible en el local de la Escuela de Valparaíso. Sin embargo, nadie sabía, en definitiva, qué podría ser este libro que, dentro de la Escuela y ante una bien preparada expectación que habíamos provocado en ella al planear la visita, se había transformado en un mito y a la vez en una incógnita.
De ahí que, estando ya realizada la exposición en el local de la clase, Henri comenzó su clase refiriéndose a este libro que habría de transformarse en el tema principal de su estadía en lo relativo a contacto con alumnos.
Alumnos y profesores esperaban que Tronquoy, en forma decidida y clara, explicara la factura y organización del libro por hacer.

Sin embargo, si alguien hubiera querido demoler en forma sistemática y definitiva la imagen de alguien “que sabe” porque lo tiene todo planeado, no habría podido hacerlo mejor que Henri.
Su retiro inicial, con la sola herramienta de interrogar y conversar, provocaba a gerentes, redactores y técnicos de la industria a entregar la información, a formular las ideas, los anhelos, los puntos críticos del caso y en una reflexión mutua –no desprovista de toda una táctica- hacía surgir ahí mismo la clase y –a veces- la solución del problema. Esto hacía aparecer al diseñador como una especie de catalizador en la producción de la obra, aparentemente desprovisto de todo conocimiento previo.
Sin embargo su no conocimiento previo era una pura apariencia. Su “instinto mecánico”, como él lo llamaba (y consideraba la dote indispensable en todo diseñador) lo había llevado a través de una larga observación, a pensar una reserva de conocimientos que ni él mismo se daba cuenta que abarcaba. Por otra parte, en cada caso, él sabía con precisión, qué era lo que él tenía que hacer y qué correspondía a los demás. La conciencia de ese límite, en el campo del diseño, es algo muy difícil de adquirir y constituía tal vez la base misma de su método.
Trabajando así, él comenzó en la clase a interrogarse sobre el libro que había que hacer, examinando cada parte de la exposición y los 120 alumnos se convirtieron en grupos que, durante una mañana completa y en una apariencia de total informalidad vinieron poco a poco a introducirse de lleno en el problema.
En la tarde, fuimos con Claudio y otro profesor de la Escuela a mostrarle una escultura que Claudio había vendido a una importante industria local. Al

salir, mientras los demás iban a otros quehaceres, lo conduje –por sorpresa- en un estrecho callejón de Valparaíso que accedía a un ascensor, de unos que existen en Valparaíso desde principios de siglo, y conectan la parte plana de la ciudad con los cerros. Esta visita lo conmovió mucho. Desde un pequeño paseo, verdadero balcón sobre el mar, nos introdujimos a las callejuelas de la vieja arquitectura de Valparaíso y caminamos durante casi dos horas, subiendo y bajando hasta volver al plan. Fue conociendo Valparaíso de a poco. Cada uno a su manera y en la circunstancia de su propia oportunidad, lo llevó a alguna parte; aún los propios alumnos lo invitaron. Como eso coincidía casi siempre con algo que se hacía, (por ejemplo una phalène) resulto, al cabo de una semana, una gran multiplicidad unida a la ciudad, un uso del lugar muy propio de la vida nuestra, aquí en la Escuela. El día miércoles hubo otra reunión con los alumnos a la cual no asistí. Jorge Sánchez, otro profesor de la Escuela y Vittorio di Girólamo trabajaron con él junto a los alumnos. Ese día en la noche planeábamos nuestro viaje para el día siguiente a Santiago, en donde tendría lugar el almuerzo de recepción de Zig-Zag y luego, en la tarde del jueves y la mañana del viernes, la visita a los talleres de la imprenta, que Henri consideraba indispensable para la ejecución del libro. El día miércoles Ana María Vergara me había solicitado por teléfono que –previamente al almuerzo- Tronquoy asistiera a una entrevista que quería hacerle la revista Ercilla.
Viajamos temprano el jueves a Santiago en un taxi. Yo estaba muy preocupado. Para una empresa chilena, es inhabitual colaborar en el viaje de un extranjero

cuando no se trata de expertos en asuntos económicos o técnicos. La venida de Tronquoy había representado una larga y delicada gestión de mi parte, que abría además una importante perspectiva –inédita en Chile en el campo del diseño- que dependía casi exclusivamente de la actitud que asumiera la industria y del resultado práctico que se obtuviera de nuestras iniciativas. De lo que Henri dijera o hiciera, dependían entonces muchos meses de trabajo y –lo que es mas importante- los planes futuros, a partir de lo que Zig-Zag opinara frente a otras industrias que se proponían colaborar con nosotros. No informé a Henri de mis preocupaciones ni tampoco de la importancia que esta visita tenía para nuestros planes. En el taxi, viajábamos los dos mas Jorge Sánchez, a quién yo había pedido que se encargara más adelante de los planes de estudio del diseño gráfico y de acompañar a Tronquoy en su visita a Santiago y de la ejecución del libro, conjuntamente con Vittorio di Girólamo.
Entonces le pedí a Henri que nos explicara, durante el viaje, su trabajo con tapicería de Sheila Hicks. Yo quería que Jorge Sánchez pudiera ver cómo actuaba Tronquoy. Esa fue nuestra conversación de viaje. Al llegar a Santiago, Henri me preguntó si había algo especial que callar o algo especial que decir en la entrevista. El ya sabía por mí cómo se habían conducido las cosas en Zig-Zag y cómo la publicidad de nuestros cursos habían desencadenado un otras universidades una celosa actitud de competencia. Le dije que no hiciéramos cálculos y que hablara libremente. Y así lo hizo. La entrevista salió posteriormente publicada en Ercilla, reduciéndola

una tercera parte. El almuerzo fue un éxito rotundo para lo que eran mis preocupaciones. Durante ese almuerzo me di cuenta que podíamos jugar con Henri, sin hablarnos una palabra, frente a otras personas. Un juego arriesgado y divertido, en que yo le hacía preguntas que lo comprometían a fondo y él salía del paso con todo su ingenio. Bastaban unas miradas, ambos enfrentados y sentados vecinos a la cabecera que ocupaba el presidente de la empresa, para recoger la onda, su amplitud, dirección e intensidad, de lo que se trataba. Al principio, los dos remábamos hacia el mismo lado; pero cuando me di cuenta que él dominaba el ambiente, sin contrapeso, empezamos a jugar.