REFLEXIONES Y AFIRMACIONES
ACERCA DE LA ARQUITECTURA
Y SU PROCESO CREATIVO
Cuando nos solicitaron hacer una reseña acerca de la enseñanza de la arquitectura, naturalmente tuvimos que abocarnos a situar primeramente un horizonte que permitiera hacer distingos y dar sentido a los términos. Pero al pretender definir ese horizonte no pudimos eludir encontrarnos, de una u otra forma, intentando situar o describir nada menos que un Arte (¡!).
Sin embargo esto resultaba ineludible, so pena de no hablar de lo esencial de la enseñanza de la arquitectura.
Así plantaedos, afirmamos sin rodeos que la obra de arquitectura tiene una sola finalidad y culminación: provocar en nosotros la emoción, o conmoción, o pasión, o …... arquitectónica. (Demás esta decir que ésto nada tiene que ver con lo agradable, lo confortable, el gusto, el buen o mal funcionamiento, etc.).
Es decir, pro-vocar (“hacia-llamar”) un movimiento de nuestra interioridad que nos deja como suspendidos en el origen mismo de nuestra condición humana.
Y esto puede suceder sólo porque “la condición humana es poética, vale decir que por ella el hombre vive libremente y sin cesar en la vigilia y coraje de hacer un mundo”.
A esta clase de conmoción interior se le suele llamar trascendencia, y creemos, es lo propio y radical de todas las artes.
Mas aquí se trata en particular de la emoción arquitectónica, y ésto es justamente lo que delimita su campo propio.
La emoción arquitectónica es aquella que se padece en el contacto con una obra material que nos revela la extensión habitable en cuanto tal, en su más honda radicalidad.
Tal género de extensión es para nosotros la materia específica de la arquitectura.
La Extensión Habitable está inserta y sólo encuentra su sentido en el acontecer o destino; y éste “se formula a sí mismo cuando es dicho, cada vez, por la poesía , según las leyes propias de la palabra poética”.
De aquí surge para nosotros entonces, una relación imprescindible de la poesía con la arquitectura, de la palabra con la posición (o extensión orientada).
El arte de la arquitectura se presenta tal vez como el más ambiguo y confuso de las artes. Sucede así porque en ‘el tiempo del acontecer’, que es donde se sustenta, está mezclado el ‘transcurso natural’ de los quehaceres y actividades prácticas – lo que no pasa de igual manera en las otras artes -.
Concretamente la confusión se produce debido a que la satisfacción de dichos requerimientos naturales – más directos, tangibles y cuantificables – tiende a aparecer como la materia propiamente arquitectónica; igual confusión se produce cuanto ésta es identificada con puntos de vista y finalidades acuñadas por otras disciplinas, tales como la economía, la sociología , la ecología, la sicología, etc.
Ahora bien , toda acción humana, en cuanto propiamente humana, acometida en el espacio tangible lleva envuelta ineludiblemente dos realidades simultáneas e indisolubles: una que toca al rendimiento material, a la eficacia práctica, al funcionamiento …; otra que dice, de la presencia de tal acción, de su manifestación, de su modo de aparecer y apropiarse de la extensión. Es justamente a esta última realidad – la de las significaciones en el ‘espacio habitándose’ – a la que la arquitectura se refiere propiamente y donde, por lo tanto, el arquitecto tiene la autoridad.
Es así como los aspectos prácticos vienen a ser para el arquitecto algo como la arcilla o el mármol en manos del escultor; es necesario comprenderlos, conocerlos, experimentarlos, de una cierta manera; saber gobernarlos y tornarlos dóciles en determinado rango. Pero ellos no son en sí, bajo ningún concepto, la materia propia de su arte, aunque sí su materialidad. Prueba de que tal distinción es posible, es el hecho que conociendo y dominando cabalmente una misma arcilla, con ella puede hacerse escultura o alfarería.
De manera semejante, las condicionantes específicas de un caso particular: las capacidades de sus recintos, las exigencias ambientales, las relaciones de funcionamiento, la disponibilidad económica, los plazos, los sistemas constructivos, etc…., etc., siendo condición ‘sine qua non’ en el comienzo de una obra concreta, no se convierten en materia arquitectónica sino cuando son “girados”, “tensionados”, “intensionados” en vista a la “manifestación” del espacio habitable.
Ahora bien, al modo trascendente de manifestarse las actividades del hombre en la extensión en una circunstancia particular – vale decir con todo su valor indicativo o significante inherente – es a lo que con mayor o menor claridad hemos venido llamando EL ACTO (ya en 1952 Alberto Cruz lo enuncia).
Y cuando la materialidad de una obra ha sido ordenada de tal suerte que revela ese ACTO, decimos que ha alcanzado LA FORMA. Tal obra provoca entonces la emoción arquitectónica!.
Ese ‘traspaso’ o ‘giro’ del dominio de los meros requerimientos al de la libre manifestación de la belleza arquitectónica explica el hecho que una obra nacida en y de una determinada encrucijada temporal pueda cambiar de uso – y aún llegar a no tener ninguno -, manteniendo invariable sus valores arquitectónicos. Una vez instaurada la FORMA, instaurada permanece para siempre.
Pero ¿qué o cómo es específico y concretamente ese giro que debe darse a la materialidad de una obra para lograr la FORMA arqutiectónica?.
Esto, desgraciadamente, o mejor dicho, felizmente, definitivamente no tiene respuesta. Si la tuviera, la posibilidad de belleza habría muerto, porque habría desaparecido esa palpitación entre el sí y el no, esa lucha o “agonía” que es el “aparecimiento” de lo nuevo o desconocido en cuanto tal, en que se sostiene todo arte y por tanto, la arquitectura.
Lo más que se puede decir en este aspecto es que aquello que yace en una obra de arquitectura es una SIGNO arquitectónico, el cual hace aparecer, o trae a presencia, o llama, o provoca, el ‘padecimiento’ arquitectónico.
Y por definición – según el decir de un filósofo actual – “el signo es hermético, no tiene detrás, ....., porque si lo tuviera no podría abrir hacia ‘la cosa misma’ “.
Podemos afirmar entonces que las verdaderas obras de arquitectura son desde este punto de vista necesariamente “significantes” o “indicantes”; pero explicar y definir cómo lo logran, eso no es posible.
Es por ello que no es posible enseñar sistemáticamente la clave de lo propiamente arquitectónico; como tampoco lo es en las demás artes.
Mas, estamos ciertos que en cualquier dominio – aún en el científico y tecnológico, con su aparente objetividad – cuando se trata del meollo de la disciplina, habría que contestar lo mismo. Es decir, al quedar situados en el extremo donde se debate lo conocido con lo desconocido – extremo en que se funda y configura toda disciplina u oficio – los medios, las técnicas operatorias, el cúmulo de conocimientos, no bastan desde sí mismos para sostener esa frontera.
A pesar de lo que acabamos de decir, indagando y practicando en el camino creativo hacia la obra arquitectónica, afirmamos que forma parte esencial de éste una actividad radicalmente artística que llamamos LA OBSERVACIÓN. Y dijimos una vez (Exposición 20 años) que la Observación es “la visión del Acto”, la cual a su vez, engendra la Forma.
Notemos una vez más que tanto el ACTO como la FORMA son conceptos que tocan de lleno en lo insondable (‘inefable’ dirá L.C.) que está involucrado en la conmoción o padecimiento arquitectónico.
Veamos, a pesar de ello, un poco más acerca de esta “observación” situada en el origen del proceso creativo. ¿Cómo se desenvuelve o sucede?.
Toda obra de arquitectura tiene su “partida” (“Leyes de India”) en un Encargo. Este es su imprescindible anclaje con la circunstancia concreta (su arcilla!).
A pesar de ser condición “sine qua non”, ésta es en cierto modo externa a lo esencialmente arquitectónico; de ahí que no provenga del tipo, complicación o magnitud del encargo, la complejidad arquitectónica.
En este sentido se puede decir con todo rigor que el encargo e arbitrario (Basta pensar en el encargo del rey Minos a Dedalus en relación al Minotauro: ¿qué arquitecto podría desde su oficio inventar tal encargo?).
El encargo es para el arquitecto la encrucijada que, en un momento dado, cada vez, surge en su itinerario creativo y delimita el campo donde tiene lugar el ‘caso arquitectónico’ u ‘ocasión de obra’; el ‘ahora y aquí’ de toda obra.
Movido, y en cierta manera acicateado, ante la posibilidad de verse enfrentado una vez más con lo desconocido que hay en el desvelamiento de la FORMA, el arquitecto entra en un tiempo de efervescencia artística.
Con su espíritu y su cuerpo en ‘estado de ruta’, y con sus conocimientos y oficio a cuestas, sale a rever la realidad del ‘espacio habitándose’. Presa del ‘estusiasmo’ (como dice Sócrates a Ion) y guiado por él, va de un lugar a otro, de un tiempo a otro, dejándose traspasar. Es el tiempo de la contemplación.
Se toman notas, se dibuja, se mide …. Se desplaza también por el recuerdo y la experiencia de otras situaciones, obras y lugares. A este arduo y gratuito itinerario lo denominamos OBSERVAR.
Puesto en esta circunstancia el arquitecto puede llegar (¡se trata de un don!)a vislumbrar la clave de la ‘generatriz’ o ‘tamaño absoluto’ de la extensión del Acto envuelto en ese encargo.
Tal figura radical nace necesaria y simultáneamente con la palabra que la nombra.
No se trata de palabras descriptivas sino de ‘nombres’, y en esto tenemos, evidentemente, otro vínculo ineludible con la poesía que, por derecho propio, es la creadora de las palabras que son sólo nombres.
Esta intuición o visión de la extensión como Acto, es la que – a nuestro juicio – hace exclamar a Le Corbusier cuando estaba almorzando en un pequeño restaurante de París: “¡Oh, el hombre de hoy pude habitar en una caja!” o a otro arquitecto a propósito del encargo de una capilla recordatoria “¡La luz me dije – La luz de la forma de la ausencia!”.
En verdad, tal vez es más significativo y elocuente que a la Observación la llamemos ‘elogio’. ELOGIO DEL ESPACIO o extensión habitable. Este término dice más de la gratuidad de ser poseído por el entusiasmo y recibir el don de “ver” el Acto. – El término “observar” puede inducirnos a error al asociarse con cierta actividad técnico-científico, o bien dejando suponer que la materia de la observación está desde antes ahí delante.
El tiempo de ELOGIO, aunque con matices siempre diferentes, ya no se detiene sino hasta el final de la obra.
Esa primera intuición que contiene la clave o llave del secreto de la obra va, poco a poco, en el curso de su configuración en el espacio tridimensional, desenvolviéndose e iluminando todas sus partes a medida que la “arcilla” del programa de necesidades de orden material o de uso va haciéndose lugar.
Así van naciendo ciertas entidades que llamamos Elementos Arquitectónicos. Ellos también adquieren su Forma al recibir sus propios nombres, que no aluden ni a zonas funcionales ni a partes o módulos constructivos, sino a decantaciones del espacio con significación propia y que muestran en acto lo que en ellos puede acontecer.
Llamamos Elementos Arquitectónicos a por ej. el Patio, la Nave, la Plaza, la Galería, el Pórtico, el Toit Jardín, el Hall, etc.
Genéricamente hablando, la decantación de estos elementos o ‘unidades de emoción arquitectónica’ es lenta, y por ello son relativamente pocos a o largo de la historia los momentos y arquitectos que han agregado alguno a la lista. Sin embargo sus modos de concreción particular son infinitos, transformándose según la capacidad de penetración de cada arquitecto. A la luz de los Elementos Arquitectónicos la obra deja de ser el montaje de un conjunto de recintos estadísticamente necesarios, resuelto con mayor o menor ingenio y gusto, sino que además y por sobre todo, se convierte en un concatenamiento de espacios siempre significantes, vale decir reveladores de la postura del hombre en la extensión.
Todas las meras actividades que ocurren en un Patio arquitectónico – que son muy semejantes o idénticas a las que pueden suceder en otro sitio: reposar, conversar, jugar, dormir, leer, ... etc. – quedan, podríamos decir, “patificadas”, y dejan entonces de pertenecer al dominio de la armonía natural, para manifestarse como Acto trascendente.
No importa, que allí haya efectivamente sucedido algo, esté sucediendo o que jamás vaya a ser ocupado.
El espacio de ese Patio, si es realmente arquitectónico, nació y fue nombrado en el Elogio, y el Acto que contiene quedará impreso en su forma para siempre.
Este escrito se originó en la preparación del prólogo para un artículo sobre la enseñanza de la arquitectura, solicitado en 1980 por la revista C.A.
Intenta recoger, interpretar y ordenar en términos generales precisos, las principales afirmaciones surgidas a lo largo de muchos años de actividad arquitectónica y docente recorridos juntos.
F.C.
Dic. 81
ACERCA DE LA ARQUITECTURA
Y SU PROCESO CREATIVO
Cuando nos solicitaron hacer una reseña acerca de la enseñanza de la arquitectura, naturalmente tuvimos que abocarnos a situar primeramente un horizonte que permitiera hacer distingos y dar sentido a los términos. Pero al pretender definir ese horizonte no pudimos eludir encontrarnos, de una u otra forma, intentando situar o describir nada menos que un Arte (¡!).
Sin embargo esto resultaba ineludible, so pena de no hablar de lo esencial de la enseñanza de la arquitectura.
Así plantaedos, afirmamos sin rodeos que la obra de arquitectura tiene una sola finalidad y culminación: provocar en nosotros la emoción, o conmoción, o pasión, o …... arquitectónica. (Demás esta decir que ésto nada tiene que ver con lo agradable, lo confortable, el gusto, el buen o mal funcionamiento, etc.).
Es decir, pro-vocar (“hacia-llamar”) un movimiento de nuestra interioridad que nos deja como suspendidos en el origen mismo de nuestra condición humana.
Y esto puede suceder sólo porque “la condición humana es poética, vale decir que por ella el hombre vive libremente y sin cesar en la vigilia y coraje de hacer un mundo”.
A esta clase de conmoción interior se le suele llamar trascendencia, y creemos, es lo propio y radical de todas las artes.
Mas aquí se trata en particular de la emoción arquitectónica, y ésto es justamente lo que delimita su campo propio.
La emoción arquitectónica es aquella que se padece en el contacto con una obra material que nos revela la extensión habitable en cuanto tal, en su más honda radicalidad.
Tal género de extensión es para nosotros la materia específica de la arquitectura.
La Extensión Habitable está inserta y sólo encuentra su sentido en el acontecer o destino; y éste “se formula a sí mismo cuando es dicho, cada vez, por la poesía , según las leyes propias de la palabra poética”.
De aquí surge para nosotros entonces, una relación imprescindible de la poesía con la arquitectura, de la palabra con la posición (o extensión orientada).
El arte de la arquitectura se presenta tal vez como el más ambiguo y confuso de las artes. Sucede así porque en ‘el tiempo del acontecer’, que es donde se sustenta, está mezclado el ‘transcurso natural’ de los quehaceres y actividades prácticas – lo que no pasa de igual manera en las otras artes -.
Concretamente la confusión se produce debido a que la satisfacción de dichos requerimientos naturales – más directos, tangibles y cuantificables – tiende a aparecer como la materia propiamente arquitectónica; igual confusión se produce cuanto ésta es identificada con puntos de vista y finalidades acuñadas por otras disciplinas, tales como la economía, la sociología , la ecología, la sicología, etc.
Ahora bien , toda acción humana, en cuanto propiamente humana, acometida en el espacio tangible lleva envuelta ineludiblemente dos realidades simultáneas e indisolubles: una que toca al rendimiento material, a la eficacia práctica, al funcionamiento …; otra que dice, de la presencia de tal acción, de su manifestación, de su modo de aparecer y apropiarse de la extensión. Es justamente a esta última realidad – la de las significaciones en el ‘espacio habitándose’ – a la que la arquitectura se refiere propiamente y donde, por lo tanto, el arquitecto tiene la autoridad.
Es así como los aspectos prácticos vienen a ser para el arquitecto algo como la arcilla o el mármol en manos del escultor; es necesario comprenderlos, conocerlos, experimentarlos, de una cierta manera; saber gobernarlos y tornarlos dóciles en determinado rango. Pero ellos no son en sí, bajo ningún concepto, la materia propia de su arte, aunque sí su materialidad. Prueba de que tal distinción es posible, es el hecho que conociendo y dominando cabalmente una misma arcilla, con ella puede hacerse escultura o alfarería.
De manera semejante, las condicionantes específicas de un caso particular: las capacidades de sus recintos, las exigencias ambientales, las relaciones de funcionamiento, la disponibilidad económica, los plazos, los sistemas constructivos, etc…., etc., siendo condición ‘sine qua non’ en el comienzo de una obra concreta, no se convierten en materia arquitectónica sino cuando son “girados”, “tensionados”, “intensionados” en vista a la “manifestación” del espacio habitable.
Ahora bien, al modo trascendente de manifestarse las actividades del hombre en la extensión en una circunstancia particular – vale decir con todo su valor indicativo o significante inherente – es a lo que con mayor o menor claridad hemos venido llamando EL ACTO (ya en 1952 Alberto Cruz lo enuncia).
Y cuando la materialidad de una obra ha sido ordenada de tal suerte que revela ese ACTO, decimos que ha alcanzado LA FORMA. Tal obra provoca entonces la emoción arquitectónica!.
Ese ‘traspaso’ o ‘giro’ del dominio de los meros requerimientos al de la libre manifestación de la belleza arquitectónica explica el hecho que una obra nacida en y de una determinada encrucijada temporal pueda cambiar de uso – y aún llegar a no tener ninguno -, manteniendo invariable sus valores arquitectónicos. Una vez instaurada la FORMA, instaurada permanece para siempre.
Pero ¿qué o cómo es específico y concretamente ese giro que debe darse a la materialidad de una obra para lograr la FORMA arqutiectónica?.
Esto, desgraciadamente, o mejor dicho, felizmente, definitivamente no tiene respuesta. Si la tuviera, la posibilidad de belleza habría muerto, porque habría desaparecido esa palpitación entre el sí y el no, esa lucha o “agonía” que es el “aparecimiento” de lo nuevo o desconocido en cuanto tal, en que se sostiene todo arte y por tanto, la arquitectura.
Lo más que se puede decir en este aspecto es que aquello que yace en una obra de arquitectura es una SIGNO arquitectónico, el cual hace aparecer, o trae a presencia, o llama, o provoca, el ‘padecimiento’ arquitectónico.
Y por definición – según el decir de un filósofo actual – “el signo es hermético, no tiene detrás, ....., porque si lo tuviera no podría abrir hacia ‘la cosa misma’ “.
Podemos afirmar entonces que las verdaderas obras de arquitectura son desde este punto de vista necesariamente “significantes” o “indicantes”; pero explicar y definir cómo lo logran, eso no es posible.
Es por ello que no es posible enseñar sistemáticamente la clave de lo propiamente arquitectónico; como tampoco lo es en las demás artes.
Mas, estamos ciertos que en cualquier dominio – aún en el científico y tecnológico, con su aparente objetividad – cuando se trata del meollo de la disciplina, habría que contestar lo mismo. Es decir, al quedar situados en el extremo donde se debate lo conocido con lo desconocido – extremo en que se funda y configura toda disciplina u oficio – los medios, las técnicas operatorias, el cúmulo de conocimientos, no bastan desde sí mismos para sostener esa frontera.
A pesar de lo que acabamos de decir, indagando y practicando en el camino creativo hacia la obra arquitectónica, afirmamos que forma parte esencial de éste una actividad radicalmente artística que llamamos LA OBSERVACIÓN. Y dijimos una vez (Exposición 20 años) que la Observación es “la visión del Acto”, la cual a su vez, engendra la Forma.
Notemos una vez más que tanto el ACTO como la FORMA son conceptos que tocan de lleno en lo insondable (‘inefable’ dirá L.C.) que está involucrado en la conmoción o padecimiento arquitectónico.
Veamos, a pesar de ello, un poco más acerca de esta “observación” situada en el origen del proceso creativo. ¿Cómo se desenvuelve o sucede?.
Toda obra de arquitectura tiene su “partida” (“Leyes de India”) en un Encargo. Este es su imprescindible anclaje con la circunstancia concreta (su arcilla!).
A pesar de ser condición “sine qua non”, ésta es en cierto modo externa a lo esencialmente arquitectónico; de ahí que no provenga del tipo, complicación o magnitud del encargo, la complejidad arquitectónica.
En este sentido se puede decir con todo rigor que el encargo e arbitrario (Basta pensar en el encargo del rey Minos a Dedalus en relación al Minotauro: ¿qué arquitecto podría desde su oficio inventar tal encargo?).
El encargo es para el arquitecto la encrucijada que, en un momento dado, cada vez, surge en su itinerario creativo y delimita el campo donde tiene lugar el ‘caso arquitectónico’ u ‘ocasión de obra’; el ‘ahora y aquí’ de toda obra.
Movido, y en cierta manera acicateado, ante la posibilidad de verse enfrentado una vez más con lo desconocido que hay en el desvelamiento de la FORMA, el arquitecto entra en un tiempo de efervescencia artística.
Con su espíritu y su cuerpo en ‘estado de ruta’, y con sus conocimientos y oficio a cuestas, sale a rever la realidad del ‘espacio habitándose’. Presa del ‘estusiasmo’ (como dice Sócrates a Ion) y guiado por él, va de un lugar a otro, de un tiempo a otro, dejándose traspasar. Es el tiempo de la contemplación.
Se toman notas, se dibuja, se mide …. Se desplaza también por el recuerdo y la experiencia de otras situaciones, obras y lugares. A este arduo y gratuito itinerario lo denominamos OBSERVAR.
Puesto en esta circunstancia el arquitecto puede llegar (¡se trata de un don!)a vislumbrar la clave de la ‘generatriz’ o ‘tamaño absoluto’ de la extensión del Acto envuelto en ese encargo.
Tal figura radical nace necesaria y simultáneamente con la palabra que la nombra.
No se trata de palabras descriptivas sino de ‘nombres’, y en esto tenemos, evidentemente, otro vínculo ineludible con la poesía que, por derecho propio, es la creadora de las palabras que son sólo nombres.
Esta intuición o visión de la extensión como Acto, es la que – a nuestro juicio – hace exclamar a Le Corbusier cuando estaba almorzando en un pequeño restaurante de París: “¡Oh, el hombre de hoy pude habitar en una caja!” o a otro arquitecto a propósito del encargo de una capilla recordatoria “¡La luz me dije – La luz de la forma de la ausencia!”.
En verdad, tal vez es más significativo y elocuente que a la Observación la llamemos ‘elogio’. ELOGIO DEL ESPACIO o extensión habitable. Este término dice más de la gratuidad de ser poseído por el entusiasmo y recibir el don de “ver” el Acto. – El término “observar” puede inducirnos a error al asociarse con cierta actividad técnico-científico, o bien dejando suponer que la materia de la observación está desde antes ahí delante.
El tiempo de ELOGIO, aunque con matices siempre diferentes, ya no se detiene sino hasta el final de la obra.
Esa primera intuición que contiene la clave o llave del secreto de la obra va, poco a poco, en el curso de su configuración en el espacio tridimensional, desenvolviéndose e iluminando todas sus partes a medida que la “arcilla” del programa de necesidades de orden material o de uso va haciéndose lugar.
Así van naciendo ciertas entidades que llamamos Elementos Arquitectónicos. Ellos también adquieren su Forma al recibir sus propios nombres, que no aluden ni a zonas funcionales ni a partes o módulos constructivos, sino a decantaciones del espacio con significación propia y que muestran en acto lo que en ellos puede acontecer.
Llamamos Elementos Arquitectónicos a por ej. el Patio, la Nave, la Plaza, la Galería, el Pórtico, el Toit Jardín, el Hall, etc.
Genéricamente hablando, la decantación de estos elementos o ‘unidades de emoción arquitectónica’ es lenta, y por ello son relativamente pocos a o largo de la historia los momentos y arquitectos que han agregado alguno a la lista. Sin embargo sus modos de concreción particular son infinitos, transformándose según la capacidad de penetración de cada arquitecto. A la luz de los Elementos Arquitectónicos la obra deja de ser el montaje de un conjunto de recintos estadísticamente necesarios, resuelto con mayor o menor ingenio y gusto, sino que además y por sobre todo, se convierte en un concatenamiento de espacios siempre significantes, vale decir reveladores de la postura del hombre en la extensión.
Todas las meras actividades que ocurren en un Patio arquitectónico – que son muy semejantes o idénticas a las que pueden suceder en otro sitio: reposar, conversar, jugar, dormir, leer, ... etc. – quedan, podríamos decir, “patificadas”, y dejan entonces de pertenecer al dominio de la armonía natural, para manifestarse como Acto trascendente.
No importa, que allí haya efectivamente sucedido algo, esté sucediendo o que jamás vaya a ser ocupado.
El espacio de ese Patio, si es realmente arquitectónico, nació y fue nombrado en el Elogio, y el Acto que contiene quedará impreso en su forma para siempre.
Este escrito se originó en la preparación del prólogo para un artículo sobre la enseñanza de la arquitectura, solicitado en 1980 por la revista C.A.
Intenta recoger, interpretar y ordenar en términos generales precisos, las principales afirmaciones surgidas a lo largo de muchos años de actividad arquitectónica y docente recorridos juntos.
F.C.
Dic. 81