CÓMO SE ESCRIBIO LA PRIMERA CARTA
Rudyard Kipling
Ilustraciones: José Vial Armstrong
Érase en los tiempos más remotos, un hombre neolítico. No era ni indio , ni anglo, ni siquiera drávida , lo que hubiera podido muy bien ser, hijo mío, aunque no debes preocuparte mucho por las razones. Era un primitivo y vivía cavernícolamente en una caverna y llevaba muy escasa ropa. No sabía leer ni escribir, ni lo deseaba, y, a excepción de las horas en que le acuciaba el hambre, era muy feliz. Se llamaba Tegumai Bopsulai, lo que significa: “El-hombre-que-no-adelanta-apresuradamente-el-pié”; pero para abreviar, hijo mío, lo llamaremos solamente Tegumai.
El nombre de la esposa era Teshumai Tewindrow, o sea: “La-dama-que-hace-mil-preguntas”, pero, en gracia a la brevedad, hijo mío, la llamaremos solo Teshumai.
La hijita llamábase Taffimai Metallumai, lo que significa: “La-criatura-sin-modales-que-merece-muchas-zurras”, pero al referirnos a ella diremos simplemente Taffi. Tegumai quería mucho a su hijita, y la mamá no sentía por ella menos afecto. No le daban ni la mitad de las zurras que merecía, y los tres eran felices de verdad.
Cuando Taffi tuvo las piernecitas suficientemente fuertes para alejarse de su morada, iba por todas partes con su papá Tegumai. A veces solo regresaba a la caverna cuando se sentían muy hambrientos, y entonces Teshumai solía decir: “Dónde diablos os habéis metido los dos, que venís tan escandalosamente sucios? Te aseguro, Tegumai mío, que eres tan niño como mi Taffi”.
Y ahora escucha bien lo que voy a contarte:
Cierto día, Tegumai, al cruzar la gran marisma de los castores, bajó hasta el río Wagai, para pescar con su lanza las carpas que necesitaba para la cena, y Taffi iba con su padre. La lanza que usaba Tegumai era de madera y tenía en la punta unos afilados dientes de tiburón; antes que hubiese logrado pescar alguna, tuvo la mala suerte de romperla, al arrojarla con demasiada fuerza a lo más profundo del río. Se encontraba a muchas millas de su hogar –aunque, por su puesto, llevaba algo de comer en un zurrón–, y Tegumai se había olvidado de llevar consigo otras lanzas.
–¡Bonita pesca! –exclamó Tegumai–. Para arreglar esto tendré que emplear la mitad del día.
–Tienes en casa la lanza grande y negra –dijo Taffi–. Deja que vuelva a la caverna y se la pido a mamá.
–Estás demasiado lejos para tus piernecitas tan gordas –replicó Tegumai–. Además, podrías caerte y ahogarte en la ciénaga de los castores. Procuremos vencer como podamos este contratiempo.
Sentóse, pues, en el suelo y abrió un zurrón que llevaba con lo necesario para efectuar remiendos. Contenía tendones de reno, tiras de piel y trozos de cera de abeja u resina, Con ello empezó a arreglar la lanza. También se sentó Taffi, u con los deditos de pie en el agua y el mentón en la mano, estaba muy pensativa.
–Oye, papá –dijo al cabo de un buen rato–, ¿no juzgas tremendamente engorroso que tú ni yo sepamos escribir. Si supiéramos, podríamos enviar un mensaje para pedir la lanza negra.
–Taffi –contesto Tegumai–, cuantas veces te he dicho que no uses esa jerga tan rara? Eso de “tremendamente engorroso” dista mucho de ser una frase bonita… Pero, ya que lo mencionas, sí, sería conveniente de veras poder mandar a casa algún mensaje escrito.

En aquel preciso instante llegó junto a ellos un forastero que bajaba por la orilla, siguiendo el curso del río, pero pertenecía a una tribu lejana, la de los Tawaras, y no entendía una palabra del lenguaje de Tegumai. Paróse en la orilla y sonrió a Taffi, pues también él tenía en su hogar una niñita. Tegumai sacó del zurrón de remiendos una madeja de tendones de reno y siguió componiendo la lanza.
–Ven –dijo Taffi–. ¿Sabes donde vive mamá?
Pero el forastero se limitó a contestar: “¡Hum!”, pues, era, como sabes ya, un Tawara.
–¡Tonto! –exclamó Taffi, y empezó a patalear, pues en aquel momento vio una banda de enormes carpas que subían por el río, precisamente cuando papá no podía servirse de la lanza.
–No molestes a la gente mayor –dijo Tegumai, tan absorto en su remiendo que ni siquiera volvió la cabeza.
–No molesto a nadie –repuso Taffi–. Sólo deseo que haga lo que quiero, pero no me entiende.
–Pues no me molestes a mí –dijo Tegumai.
Y siguió estirando y retorciendo los tendones de reno, cuyas puntas cogía con los dientes.
El forastero, a fuerza de buen Tawara, sentóse sobre la hierba, y Taffi le indicó lo que estaba haciendo su padre. El forastero pensó: “He aquí una chiquilla asombrosa. Me dedica un pataleo y me hace muecas. Será, sin duda, hija de aquel noble jefe, hobre de tal alcurnia que ni siquiera se ha fijado en mí”. Sonrió, pues, con mayor cortesía que nunca.
–Oye, –dijo Taffi–, quiero que vayas donde está mi madre, pues tienes las piernas más largas que yo y no te caerás en la ciénaga de los castres, y quiero que pidas la otra lanza de papá, la del puño negro, que está colgada en nuestro lar.
El forastero, como Tawara que era, pensó: “Es una chiquilla asombrosa, asombrosísima. Agita los brazos y me dice algo a gritos, pero no entiendo una palabra. Mas si no hago lo que quiere, mucho me temo que este altivo jefe, el ‘Hombre-que vuelve-la-espalda-a-los-visitantes?, se enoje de verdad”.
Se puso de pie, y tras de arrancar a un abedul un trozo de corteza llana, la enrolló y la dio a Taffi. Lo hizo, hijo mío, para dar a entender que tenía el corazón tan blanco como la corteza de abedul y que no abrigaba ninguna intención aviesa. Pero Taffi no lo comprendió del todo.
–¡Ah! –exclamó–. ¡Ya comprendo, ya comprendo! ¿Quieres las señas de mamá, no es eso? No sé escribir, por supuesto, pero sé dibujar si tengo algo puntiagudo, Haz el favor de prestarme el diente de tiburón que llevas en el collar.
El forastero –recuerda que era un Tawara– nada contestó. Taffi alargó, pues, su manecita y tiró del hermoso collar que el desconocido llevaba en la garganta, formando un fino abalorio, una simiente y un diente de tiburón.
El forastero, como Tawara que era, pensó: “Es una niñita asombrosa, asombrosísima, do lo más asombroso que pueda darse. El diente de tiburón que llevo en mi collar es un diente mágico, y siempre me aseguraron que quién lo tocase sin mi venia se inflaría y subiría por el aire, o estallaría. Pero esta niña ni se hincha ni estalla, y ese jefe tan principal, el “Hombre-que-atiende-estrictamente-a-su-tarea”, y que ni siquiera advertido mi presencia, no parece temer que la niña suba por el aire ni estalle. He de mostrarme algo más cortés”.
Dio pues. A Taffi, el diente de tiburón, y ella se echó de bruces, apoyándose en la barriguita y con las piernas levantadas, como ciertas personas cuando quieren dibujar.
–¡Verás que dibujos tan lindos hago! –dijo–. Puedes mirar por encima de mi hombro, pero no me empujes. Primero dibujaré a papá pescando. No se le parece mucho, pero mamá sabrá de qué se trata, pues he dibujado la lanza rota. Bueno; ahora dibujaré la otra lanza que le hace falta, la del puño negro. Parece clavada en la espalda de papá, pero es que se me ha resbalado el diente de tiburón y, además, la corteza no es bastante grande. Esta es la lanza que me has de traer; haré, pues, un dibujo de mi misma explicándole esto. No tengo los cabellos de punta, como los he dibujado, pero así cuesta menos. Ahora te dibujaré a ti. Me resultas muy simpático; te lo digo de veras; pero en el dibujo no sabría hacerte guapo. Con que no te enfades, Dime: ¿Te incomodas?
El forastero –recuerda que era un Tawara– sonrió. Pensó: “Debe de prepararse en algún sitio una tremenda batalla, y esta niña extraordinaria, que coge mi diente de tiburón mágico, pero ni se infla ni estalla, me dice que convoque a toda la tribu del gran jefe para que presten ayuda. Debe ser un gran jefe, pues, de lo contrario, se hubiera fijado en mí”.
–Mira –dijo Taffi, dibujando con brío, pero sin excesivo esmero–, ahora te he pintado a ti y te he puesto en la mano la lanza que papá necesita, sólo para recordarte que has de traerla. Ahora te indicaré cómo has de encontrar el sitio donde vive tu mamá. Vas andando hasta que veas dos árboles (que son los que he pintado aquí), y luego subirás a un monte (éste es el monte que te digo), y llegarás a una marisma, muy llena de castores.
No he puesto en el dibujo a los castores porque no sé dibujarlos, pero he pintado las cabezas, que es lo único que ellos verás al cruzar la marisma. Sobre todo, ¡procura no caerte! Y nuestra caverna está precisamente al otro lado de la ciénaga de los castores. Por supuesto, la caverna no es tan alta como los montes, pero ocurre que no sé pintar cosas chiquitas. Fuera está mamá. Es muy guapa. Es la más guapa que haya habido nunca; pero no se enfadará cuando vea que la he pintado tan corriente. Va a ponerse muy contenta porque sé dibujar. Ahora, por si se te olvida, he dibujado fuera de nuestra caverna la lanza que papá necesita. Claro que está dentro, pero al enseñar el dibujo a mamá te la dará enseguida. La he pintado a ella con las manos en alto, porque sé lo muy contenta que va a ponerse cuando te vea. ¿Verdad que el dibujo es bonito? ¿Lo has comprendido bien o quieres que vuelva a explicártelo?
El forastero –recuerda que era un Tawara– miró el dibujo y asintió repetidamente con la cabeza. Se dijo: “Si no traigo aquí la tribu de ese gran jefe para que le preste ayuda, van a darle muerte sus enemigos, que están llegando por todas partes con sus lanzas. ¡Ahora comprendo por qué el gran jefe ha simulado no fijarse e mí! Temía que sus enemigos anduvieran ocultos en los matorrales y le viesen darme un mensaje. Por eso volvió la espalda y dejó que la chiquilla sabia y asombrosa hiciera este terrible dibujo para mostrarme el apuro en que se encuentra. Iré a buscarle la ayuda de su tribu”. No se detuvo siquiera para preguntar a Taffi el camino, sino que echó a correr por entre la maleza, llevando en la mano la corteza de abedul, y Taffi se sentó muy complacida.
Y aquí está el dibujo que hizo Taffi.
–Qué hacías Taffi? –preguntó Tegumai. Ya había compuesto la lanza y la balanceaba cuidadosamente.
–Es una idea que se me ha ocurrido, papá guapo –contestó Taffi–. Si no te empeñas en hacerme preguntas, lo sabrás dentro de un rato y te llevarás una gran sorpresa. ¡No te imaginas qué sorpresa, papá! Te prometo que te asombrarás de veras.
–Bien, bien –dijo Tegumai, y empezó la pesca.
El forastero –¿te has olvidado ya que era un Tawara?– corrió varias millas con el dibjo hasta que, por pura casualidad, encontró a Teshumai a la entrada de su caverna, conversando con otras damas neolíticas que habían llegado para compartir una refacción primitiva. Teshumai tenía tran parecido con Taffi –sobre todo en la frente y los ojos–, y el forastero –como buen Tawara de pura raza– sonrió con gran cortesía y le entregó la corteza de abedul. Tal veloz había sido su carera, que jadeaba visiblemente, y las zarzas le habían arañado las piernas; y, a pesar de todo, trató de mostrarse cortés.
Apenas Teshumai vio el dibujo, dio un gran chillido y huyó del forastero. Las otras damas neolíticas le derribaron enseguida. A porrazos y se sentaron sobre él, formando una larga hilera de seis personas, mientras Teshumai le tiraba el pelo.
–La cosa es tan clara y visible como la nariz de este forastero –dijo–. Ha acribillado a mi Tegumai con muchas lanzas y ha espantado a Taffi de tal modo que tiene todo el cabello erizado, y no contento con esto, me trae este horrible dibujo para que vea como realizó su hazaña. ¡Mirad! –y mostró el dibujo a todas las damas neolíticas que estaban sentadas pacientemente sobre el forastero.
–Aquí está mi Tegumai con el brazo roto –prosiguió Teshumai–; aquí, la lanza clavada en su hombro; aquí el hombre a punto de arrojarle una lanza; aquí otro hombre que saca una lanza de una caverna, y una multitud –en realidad eran castores, pero más parecían gente– que viene detrás de Tegumai. ¿Verdad que es raro?
–¡Rarísimo!– exclamaron las damas neolíticas, y cubrieron de barro el pelo del forastero, lo que le causó no poca sorpresa; luego empezaron a batir los relucientes tambores tribales y convocaron a todos los jefes de la tribu de Tegumai, con sus Atamanes y Dolmanes, y a todos los Negus y Caciques de la comarca, además de los brujos, hechiceros y bonzos, quienes decidieron que, antes de decapitar al forastero, éste había de guiarlos camino abajo hasta el río, y mostrarles donde había escondido a la pobre Taffi.
Entonces el forastero –a pesar de ser un buen Tawara– se sintió bastante molesto. Le habían cubierto de barro el cabello; le habían hecho rodar sobre puntiagudos guijarros; se le habían sentado encima, formando una larga hilera de seis personas; le habían aporreado y vapuleado hasta que casi perdió el aliento, y, aunque no comprendía su lenguaje, estaba casi seguro de que las palabrejas que le dedicaban las damas neolíticas nada tenían de corteses. Sin embargo guardó silencio hasta que estuvo reunida toda la tribu de Tegumai, y entonces los guió hasta la orilla del río Wagai donde divisaron a Taffi haciendo guirnaldas de margaritas y a Tegumai atravesando cuidadosamente las carpas chiquitas con la lanza arreglada.
–¡Bravo! Has ido muy de prisa –celebró Taffi–. Pero ¿por qué traes a tanta gente? Papá guapo, ésta es la sorpresa que te dije. ¿No estás asombrado, papá?
–Mucho –respondió Tegumai–; pero esto me estropea la pesca del día. ¡Caramba! Toda la tribu, simpática, amable, cariñosa, aseada y pacífica, está ahí, Taffi.
Y así era, en efecto, Venían en vanguardia Teshumai y las damas neolíticas, llevando muy agarrado al forastero, quién traía el cabello lleno de barro, a pesar de ser un Tawara. Tras de ellos iban el gran jefe, el vicejefe y los jefes delegados y auxiliares (todos ellos armados hasta los dientes), los Atamanes y Centuriones, los Pelotoneros, con sus pelotones respectivos y los Dolmenes, con sus destacamentos; seguían los hechiceros, negus y brujos (igualmente armados hasta los dientes).
En pos de ellos iba la tribu entera, según su orden jerárquico, desde los que poseían cuatro cavernas (una para cada estación del año,) una acotada con renos y dos cascadas de las que usan los salmones para saltar, hasta los feudales y prognatos villanos, que apenas tenían derecho a usar la mitad de una piel de oso en las noches invernales, y eso a siete varas de lumbre, y los siervos del terruño, que debían pagar como tributo a sus señores un espinazo a medio roer (¿verdad que son bonitas estas palabras, hijo mío?). Allí estaban todos, haciendo cabriolas y lanzando estentóreos gritos, y asustaban a todos los peces en veinte millas a la redonda; pero Tegumai les dio las gracias con una perorata neolítica, pues tenía la palabra muy fácil. Luego Teshumai bajó corriendo y besó y abrazó muchas veces a Taffi; pero el gran jefe de la tribu de Tegumai cogió a éste por las plumas que llevaba en el moño y le sacudió con fuerza.
–¡Explícate! ¡Explícate! ¡Explícate! –gritó toda la tribu de Tegumai.
–¡Válgame mi estrella! –exclamó Tegumai–. ¿Suéltame el moño! ¿No puede romper uno la lanza de las carpas sin que todo el mundo se le eche encima? Sois gente entrometida, os lo aseguro.
–Y, en fin de cuentas, no creo que traigáis la lanza de papá, la del puño negro –observó Taffi–. ¿Y qué estáis haciendo al bueno de mi forastero?
Le iban aporreando en grupos de dos, a tres y diez personas, hasta que los ojos le daban vueltas cono un trompo. Pero el pobre no podía hacer otra cosa sino abrir mucho la boca y señalar con el dedo a Taffi.
–Donde está esa gente mala que te acribilló, maldito? –preguntó Teshumai.
–No sé de qué gente me hablas –contestó Tegumai–. Esta mañana no he recibido más visitas que la de este desgraciado al que tratáis de estrangular. ¿Estáis o no en tus cabales, oh tribu de Tegumai?
–Nos trajo un dibujo que daba miedo –explicó el gran jefe–, un dibujo en el que estabas tú con muchas lanzas en el cuerpo.
–Ejem…, ejem… Será mejor que lo explique. Fui yo quién le dio ese dibujo –dijo Taffi; pero se sentía bastante inquieta.
–¡Tú! –gritó al unísono toda la tribu de Tegumai–. Criatura-sin-modales-que-merece-buenas-zurras… ¿Con que fuiste tú?
–Taffi, hijita, creo que vamos a pasar un mal rato –dijo su papá, y la ciñó con el brazo, de modo que ella no tuvo ya ningún miedo.
–¡Explícate! ¡Explícate! ¡Explícate! –dijo el gran jefe de la tribu de Tegumai, saltando en una pierna.
–Quería que el forastero nos trajese la lanza de papá. Por eso hice el dibujo –explicó Taffi–. No hay en él muchas lanzas. Hay solo una. La dibujé tres veces para asegurar su identificación. No pude evitar que pareciera estar clavada en la cabeza de papá, pues en la corteza de abedul no me quedaba sitio; todas estas cosas a las que mamá llama gente mala son castores.
Los dibujé para que diera con el camino a través de la marisma, y dibujé a mamá a la entrada de la caverna, muy alegre porque viene el forastero amable…, y creo que sois la gente más boba del mundo –explicó Taffi–. Es un buen hombre, ¿Por qué le habéis llenado de barro el cabello? ¡A lavarle la cara enseguida!
Todos callaron un buen rato, hasta que el gran jefe de echó a reír; luego el forastero (que era, eso sí, un Tawara) soltó también la risa, y Tegumai se rió con tales carcajadas, que al fin se quedó tendido en la orilla; también los coreó la tribu entera, con risotadas cada vez más estentóreas. Las únicas que no lo hicieron fueron Teshumai y las otras damas neolíticas. Se mostraron muy corteses con sus maridos y los llamaron “idiotas” más de una vez.
Luego, el gran jefe de la tribu de Tegumai cantó a grandes voces:
–¡Oh criatura-sin-modales-que-merece-buenas-zurras, has hecho un gran invento!
–Pues no me lo proponía –repuso Taffi–; sólo quería la lanza de papá, la del puño negro.
–No importa. Es un gran invento, y algún día los hombres lo llamarán escritura. De momento no son más que dibujos, y, según hoy hemos podido comprobar, los dibujos no se interpretan siempre con acierto. Pero llegará un tiempo, ¡oh chiquilla te Tegumai!, en que haremos letras, tantas como sea menester, y podremos leer lo mismo que escribir, y entonces diremos siempre exactamente lo que queramos, sin dar lugar a dudas. Y ahora, que las damas neolíticas laven el pelo del forastero y le quiten el barro.
–¡Casi merecía lo del barro –dijo Taffi–, pues, al fin y al cabo, aunque has traído todas las lanzas de la tribu de Tegumai, has olvidado la lanza de papá, la que tiene el puño negro!
Luego el gran jefe cantó a grandes voces:
–Taffi, hijita, cuando vuelvas a escribir una de esas cartas de dibujos, será preferible que la mandes con un hombre que sepa hablar nuestra lengua, para explicar lo que significa. Lo ocurrido no me importa, porque soy el gran jefe, pero resulta muy molesto para el resto de la tribu de Tegumai, y, según puedes ver, ha causado gran sorpresa al forastero.
Después adoptaron al forastero (que era un auténtico Tawara de Tawar), y éste quedó incorporado a la tribu de Tegumai, pues era todo un caballero u no dio mucha importancia a lo del barro con que las damas neolíticas le embadurnaron el cabello. Pero desde aquel día –y me figuro que Taffi tuvo la culpa– ha habido muy pocas niñas a quienes les gusta aprender a leer o escribir. La mayoría prefieren hacer dibujos y andar jugueteando con su papá…, lo mismo que Taffi.
Ilustración del autor (Ver nota al final de la página)
He aquí la historia de Taffimai Metallumai, grabada en un viejo colmillo, hace ya mucho tiempo, por los pueblos antiguos, Si lees la historia, o pides que te la lean, verás que está contada por entero en el colmillo. El colmillo formaba parte de una antigua trompeta tribal que perteneció a la tribu de Tegumai. Los dibujos fueron trazados en él con un clavo o algo así, y luego los trozos de rellenaron con cera negra, pero todas las líneas divisorias y los cinco círculos chiquititos de la parte inferior se rellenaron con cera roja. Cuando era nuevo, tenía en uno de sus extremos como una tracería de abalorios, conchas y piedras preciosas, pero se rompió y se ha perdido. Sólo queda de ella el pedazo que puedes ver. Las letras que están a ambos lados del colmillo son mágicas –de magua rúnica–, y si sabes leerlas encontrarás algo bastante nuevo. El colmillo es de marfil, muy amarillento y pulido. Tiene sesenta centímetros de longitud y otros tantos de circunferencia, y pesa cinco kilos doscientos cincuenta y cinco gramos.
Rudyard Kipling
Ilustraciones: José Vial Armstrong

Érase en los tiempos más remotos, un hombre neolítico. No era ni indio , ni anglo, ni siquiera drávida , lo que hubiera podido muy bien ser, hijo mío, aunque no debes preocuparte mucho por las razones. Era un primitivo y vivía cavernícolamente en una caverna y llevaba muy escasa ropa. No sabía leer ni escribir, ni lo deseaba, y, a excepción de las horas en que le acuciaba el hambre, era muy feliz. Se llamaba Tegumai Bopsulai, lo que significa: “El-hombre-que-no-adelanta-apresuradamente-el-pié”; pero para abreviar, hijo mío, lo llamaremos solamente Tegumai.
El nombre de la esposa era Teshumai Tewindrow, o sea: “La-dama-que-hace-mil-preguntas”, pero, en gracia a la brevedad, hijo mío, la llamaremos solo Teshumai.
La hijita llamábase Taffimai Metallumai, lo que significa: “La-criatura-sin-modales-que-merece-muchas-zurras”, pero al referirnos a ella diremos simplemente Taffi. Tegumai quería mucho a su hijita, y la mamá no sentía por ella menos afecto. No le daban ni la mitad de las zurras que merecía, y los tres eran felices de verdad.

Cuando Taffi tuvo las piernecitas suficientemente fuertes para alejarse de su morada, iba por todas partes con su papá Tegumai. A veces solo regresaba a la caverna cuando se sentían muy hambrientos, y entonces Teshumai solía decir: “Dónde diablos os habéis metido los dos, que venís tan escandalosamente sucios? Te aseguro, Tegumai mío, que eres tan niño como mi Taffi”.
Y ahora escucha bien lo que voy a contarte:
Cierto día, Tegumai, al cruzar la gran marisma de los castores, bajó hasta el río Wagai, para pescar con su lanza las carpas que necesitaba para la cena, y Taffi iba con su padre. La lanza que usaba Tegumai era de madera y tenía en la punta unos afilados dientes de tiburón; antes que hubiese logrado pescar alguna, tuvo la mala suerte de romperla, al arrojarla con demasiada fuerza a lo más profundo del río. Se encontraba a muchas millas de su hogar –aunque, por su puesto, llevaba algo de comer en un zurrón–, y Tegumai se había olvidado de llevar consigo otras lanzas.
–¡Bonita pesca! –exclamó Tegumai–. Para arreglar esto tendré que emplear la mitad del día.

–Tienes en casa la lanza grande y negra –dijo Taffi–. Deja que vuelva a la caverna y se la pido a mamá.
–Estás demasiado lejos para tus piernecitas tan gordas –replicó Tegumai–. Además, podrías caerte y ahogarte en la ciénaga de los castores. Procuremos vencer como podamos este contratiempo.
Sentóse, pues, en el suelo y abrió un zurrón que llevaba con lo necesario para efectuar remiendos. Contenía tendones de reno, tiras de piel y trozos de cera de abeja u resina, Con ello empezó a arreglar la lanza. También se sentó Taffi, u con los deditos de pie en el agua y el mentón en la mano, estaba muy pensativa.
–Oye, papá –dijo al cabo de un buen rato–, ¿no juzgas tremendamente engorroso que tú ni yo sepamos escribir. Si supiéramos, podríamos enviar un mensaje para pedir la lanza negra.
–Taffi –contesto Tegumai–, cuantas veces te he dicho que no uses esa jerga tan rara? Eso de “tremendamente engorroso” dista mucho de ser una frase bonita… Pero, ya que lo mencionas, sí, sería conveniente de veras poder mandar a casa algún mensaje escrito.

En aquel preciso instante llegó junto a ellos un forastero que bajaba por la orilla, siguiendo el curso del río, pero pertenecía a una tribu lejana, la de los Tawaras, y no entendía una palabra del lenguaje de Tegumai. Paróse en la orilla y sonrió a Taffi, pues también él tenía en su hogar una niñita. Tegumai sacó del zurrón de remiendos una madeja de tendones de reno y siguió componiendo la lanza.
–Ven –dijo Taffi–. ¿Sabes donde vive mamá?
Pero el forastero se limitó a contestar: “¡Hum!”, pues, era, como sabes ya, un Tawara.
–¡Tonto! –exclamó Taffi, y empezó a patalear, pues en aquel momento vio una banda de enormes carpas que subían por el río, precisamente cuando papá no podía servirse de la lanza.
–No molestes a la gente mayor –dijo Tegumai, tan absorto en su remiendo que ni siquiera volvió la cabeza.

–No molesto a nadie –repuso Taffi–. Sólo deseo que haga lo que quiero, pero no me entiende.
–Pues no me molestes a mí –dijo Tegumai.
Y siguió estirando y retorciendo los tendones de reno, cuyas puntas cogía con los dientes.
El forastero, a fuerza de buen Tawara, sentóse sobre la hierba, y Taffi le indicó lo que estaba haciendo su padre. El forastero pensó: “He aquí una chiquilla asombrosa. Me dedica un pataleo y me hace muecas. Será, sin duda, hija de aquel noble jefe, hobre de tal alcurnia que ni siquiera se ha fijado en mí”. Sonrió, pues, con mayor cortesía que nunca.
–Oye, –dijo Taffi–, quiero que vayas donde está mi madre, pues tienes las piernas más largas que yo y no te caerás en la ciénaga de los castres, y quiero que pidas la otra lanza de papá, la del puño negro, que está colgada en nuestro lar.
El forastero, como Tawara que era, pensó: “Es una chiquilla asombrosa, asombrosísima. Agita los brazos y me dice algo a gritos, pero no entiendo una palabra. Mas si no hago lo que quiere, mucho me temo que este altivo jefe, el ‘Hombre-que vuelve-la-espalda-a-los-visitantes?, se enoje de verdad”.

Se puso de pie, y tras de arrancar a un abedul un trozo de corteza llana, la enrolló y la dio a Taffi. Lo hizo, hijo mío, para dar a entender que tenía el corazón tan blanco como la corteza de abedul y que no abrigaba ninguna intención aviesa. Pero Taffi no lo comprendió del todo.
–¡Ah! –exclamó–. ¡Ya comprendo, ya comprendo! ¿Quieres las señas de mamá, no es eso? No sé escribir, por supuesto, pero sé dibujar si tengo algo puntiagudo, Haz el favor de prestarme el diente de tiburón que llevas en el collar.
El forastero –recuerda que era un Tawara– nada contestó. Taffi alargó, pues, su manecita y tiró del hermoso collar que el desconocido llevaba en la garganta, formando un fino abalorio, una simiente y un diente de tiburón.
El forastero, como Tawara que era, pensó: “Es una niñita asombrosa, asombrosísima, do lo más asombroso que pueda darse. El diente de tiburón que llevo en mi collar es un diente mágico, y siempre me aseguraron que quién lo tocase sin mi venia se inflaría y subiría por el aire, o estallaría. Pero esta niña ni se hincha ni estalla, y ese jefe tan principal, el “Hombre-que-atiende-estrictamente-a-su-tarea”, y que ni siquiera advertido mi presencia, no parece temer que la niña suba por el aire ni estalle. He de mostrarme algo más cortés”.

Dio pues. A Taffi, el diente de tiburón, y ella se echó de bruces, apoyándose en la barriguita y con las piernas levantadas, como ciertas personas cuando quieren dibujar.
–¡Verás que dibujos tan lindos hago! –dijo–. Puedes mirar por encima de mi hombro, pero no me empujes. Primero dibujaré a papá pescando. No se le parece mucho, pero mamá sabrá de qué se trata, pues he dibujado la lanza rota. Bueno; ahora dibujaré la otra lanza que le hace falta, la del puño negro. Parece clavada en la espalda de papá, pero es que se me ha resbalado el diente de tiburón y, además, la corteza no es bastante grande. Esta es la lanza que me has de traer; haré, pues, un dibujo de mi misma explicándole esto. No tengo los cabellos de punta, como los he dibujado, pero así cuesta menos. Ahora te dibujaré a ti. Me resultas muy simpático; te lo digo de veras; pero en el dibujo no sabría hacerte guapo. Con que no te enfades, Dime: ¿Te incomodas?
El forastero –recuerda que era un Tawara– sonrió. Pensó: “Debe de prepararse en algún sitio una tremenda batalla, y esta niña extraordinaria, que coge mi diente de tiburón mágico, pero ni se infla ni estalla, me dice que convoque a toda la tribu del gran jefe para que presten ayuda. Debe ser un gran jefe, pues, de lo contrario, se hubiera fijado en mí”.
–Mira –dijo Taffi, dibujando con brío, pero sin excesivo esmero–, ahora te he pintado a ti y te he puesto en la mano la lanza que papá necesita, sólo para recordarte que has de traerla. Ahora te indicaré cómo has de encontrar el sitio donde vive tu mamá. Vas andando hasta que veas dos árboles (que son los que he pintado aquí), y luego subirás a un monte (éste es el monte que te digo), y llegarás a una marisma, muy llena de castores.

No he puesto en el dibujo a los castores porque no sé dibujarlos, pero he pintado las cabezas, que es lo único que ellos verás al cruzar la marisma. Sobre todo, ¡procura no caerte! Y nuestra caverna está precisamente al otro lado de la ciénaga de los castores. Por supuesto, la caverna no es tan alta como los montes, pero ocurre que no sé pintar cosas chiquitas. Fuera está mamá. Es muy guapa. Es la más guapa que haya habido nunca; pero no se enfadará cuando vea que la he pintado tan corriente. Va a ponerse muy contenta porque sé dibujar. Ahora, por si se te olvida, he dibujado fuera de nuestra caverna la lanza que papá necesita. Claro que está dentro, pero al enseñar el dibujo a mamá te la dará enseguida. La he pintado a ella con las manos en alto, porque sé lo muy contenta que va a ponerse cuando te vea. ¿Verdad que el dibujo es bonito? ¿Lo has comprendido bien o quieres que vuelva a explicártelo?
El forastero –recuerda que era un Tawara– miró el dibujo y asintió repetidamente con la cabeza. Se dijo: “Si no traigo aquí la tribu de ese gran jefe para que le preste ayuda, van a darle muerte sus enemigos, que están llegando por todas partes con sus lanzas. ¡Ahora comprendo por qué el gran jefe ha simulado no fijarse e mí! Temía que sus enemigos anduvieran ocultos en los matorrales y le viesen darme un mensaje. Por eso volvió la espalda y dejó que la chiquilla sabia y asombrosa hiciera este terrible dibujo para mostrarme el apuro en que se encuentra. Iré a buscarle la ayuda de su tribu”. No se detuvo siquiera para preguntar a Taffi el camino, sino que echó a correr por entre la maleza, llevando en la mano la corteza de abedul, y Taffi se sentó muy complacida.
Y aquí está el dibujo que hizo Taffi.
–Qué hacías Taffi? –preguntó Tegumai. Ya había compuesto la lanza y la balanceaba cuidadosamente.

–Es una idea que se me ha ocurrido, papá guapo –contestó Taffi–. Si no te empeñas en hacerme preguntas, lo sabrás dentro de un rato y te llevarás una gran sorpresa. ¡No te imaginas qué sorpresa, papá! Te prometo que te asombrarás de veras.
–Bien, bien –dijo Tegumai, y empezó la pesca.
El forastero –¿te has olvidado ya que era un Tawara?– corrió varias millas con el dibjo hasta que, por pura casualidad, encontró a Teshumai a la entrada de su caverna, conversando con otras damas neolíticas que habían llegado para compartir una refacción primitiva. Teshumai tenía tran parecido con Taffi –sobre todo en la frente y los ojos–, y el forastero –como buen Tawara de pura raza– sonrió con gran cortesía y le entregó la corteza de abedul. Tal veloz había sido su carera, que jadeaba visiblemente, y las zarzas le habían arañado las piernas; y, a pesar de todo, trató de mostrarse cortés.
Apenas Teshumai vio el dibujo, dio un gran chillido y huyó del forastero. Las otras damas neolíticas le derribaron enseguida. A porrazos y se sentaron sobre él, formando una larga hilera de seis personas, mientras Teshumai le tiraba el pelo.

–La cosa es tan clara y visible como la nariz de este forastero –dijo–. Ha acribillado a mi Tegumai con muchas lanzas y ha espantado a Taffi de tal modo que tiene todo el cabello erizado, y no contento con esto, me trae este horrible dibujo para que vea como realizó su hazaña. ¡Mirad! –y mostró el dibujo a todas las damas neolíticas que estaban sentadas pacientemente sobre el forastero.
–Aquí está mi Tegumai con el brazo roto –prosiguió Teshumai–; aquí, la lanza clavada en su hombro; aquí el hombre a punto de arrojarle una lanza; aquí otro hombre que saca una lanza de una caverna, y una multitud –en realidad eran castores, pero más parecían gente– que viene detrás de Tegumai. ¿Verdad que es raro?
–¡Rarísimo!– exclamaron las damas neolíticas, y cubrieron de barro el pelo del forastero, lo que le causó no poca sorpresa; luego empezaron a batir los relucientes tambores tribales y convocaron a todos los jefes de la tribu de Tegumai, con sus Atamanes y Dolmanes, y a todos los Negus y Caciques de la comarca, además de los brujos, hechiceros y bonzos, quienes decidieron que, antes de decapitar al forastero, éste había de guiarlos camino abajo hasta el río, y mostrarles donde había escondido a la pobre Taffi.

Entonces el forastero –a pesar de ser un buen Tawara– se sintió bastante molesto. Le habían cubierto de barro el cabello; le habían hecho rodar sobre puntiagudos guijarros; se le habían sentado encima, formando una larga hilera de seis personas; le habían aporreado y vapuleado hasta que casi perdió el aliento, y, aunque no comprendía su lenguaje, estaba casi seguro de que las palabrejas que le dedicaban las damas neolíticas nada tenían de corteses. Sin embargo guardó silencio hasta que estuvo reunida toda la tribu de Tegumai, y entonces los guió hasta la orilla del río Wagai donde divisaron a Taffi haciendo guirnaldas de margaritas y a Tegumai atravesando cuidadosamente las carpas chiquitas con la lanza arreglada.

–¡Bravo! Has ido muy de prisa –celebró Taffi–. Pero ¿por qué traes a tanta gente? Papá guapo, ésta es la sorpresa que te dije. ¿No estás asombrado, papá?
–Mucho –respondió Tegumai–; pero esto me estropea la pesca del día. ¡Caramba! Toda la tribu, simpática, amable, cariñosa, aseada y pacífica, está ahí, Taffi.
Y así era, en efecto, Venían en vanguardia Teshumai y las damas neolíticas, llevando muy agarrado al forastero, quién traía el cabello lleno de barro, a pesar de ser un Tawara. Tras de ellos iban el gran jefe, el vicejefe y los jefes delegados y auxiliares (todos ellos armados hasta los dientes), los Atamanes y Centuriones, los Pelotoneros, con sus pelotones respectivos y los Dolmenes, con sus destacamentos; seguían los hechiceros, negus y brujos (igualmente armados hasta los dientes).

En pos de ellos iba la tribu entera, según su orden jerárquico, desde los que poseían cuatro cavernas (una para cada estación del año,) una acotada con renos y dos cascadas de las que usan los salmones para saltar, hasta los feudales y prognatos villanos, que apenas tenían derecho a usar la mitad de una piel de oso en las noches invernales, y eso a siete varas de lumbre, y los siervos del terruño, que debían pagar como tributo a sus señores un espinazo a medio roer (¿verdad que son bonitas estas palabras, hijo mío?). Allí estaban todos, haciendo cabriolas y lanzando estentóreos gritos, y asustaban a todos los peces en veinte millas a la redonda; pero Tegumai les dio las gracias con una perorata neolítica, pues tenía la palabra muy fácil. Luego Teshumai bajó corriendo y besó y abrazó muchas veces a Taffi; pero el gran jefe de la tribu de Tegumai cogió a éste por las plumas que llevaba en el moño y le sacudió con fuerza.
–¡Explícate! ¡Explícate! ¡Explícate! –gritó toda la tribu de Tegumai.
–¡Válgame mi estrella! –exclamó Tegumai–. ¿Suéltame el moño! ¿No puede romper uno la lanza de las carpas sin que todo el mundo se le eche encima? Sois gente entrometida, os lo aseguro.

–Y, en fin de cuentas, no creo que traigáis la lanza de papá, la del puño negro –observó Taffi–. ¿Y qué estáis haciendo al bueno de mi forastero?
Le iban aporreando en grupos de dos, a tres y diez personas, hasta que los ojos le daban vueltas cono un trompo. Pero el pobre no podía hacer otra cosa sino abrir mucho la boca y señalar con el dedo a Taffi.
–Donde está esa gente mala que te acribilló, maldito? –preguntó Teshumai.
–No sé de qué gente me hablas –contestó Tegumai–. Esta mañana no he recibido más visitas que la de este desgraciado al que tratáis de estrangular. ¿Estáis o no en tus cabales, oh tribu de Tegumai?
–Nos trajo un dibujo que daba miedo –explicó el gran jefe–, un dibujo en el que estabas tú con muchas lanzas en el cuerpo.

–Ejem…, ejem… Será mejor que lo explique. Fui yo quién le dio ese dibujo –dijo Taffi; pero se sentía bastante inquieta.
–¡Tú! –gritó al unísono toda la tribu de Tegumai–. Criatura-sin-modales-que-merece-buenas-zurras… ¿Con que fuiste tú?
–Taffi, hijita, creo que vamos a pasar un mal rato –dijo su papá, y la ciñó con el brazo, de modo que ella no tuvo ya ningún miedo.
–¡Explícate! ¡Explícate! ¡Explícate! –dijo el gran jefe de la tribu de Tegumai, saltando en una pierna.
–Quería que el forastero nos trajese la lanza de papá. Por eso hice el dibujo –explicó Taffi–. No hay en él muchas lanzas. Hay solo una. La dibujé tres veces para asegurar su identificación. No pude evitar que pareciera estar clavada en la cabeza de papá, pues en la corteza de abedul no me quedaba sitio; todas estas cosas a las que mamá llama gente mala son castores.

Los dibujé para que diera con el camino a través de la marisma, y dibujé a mamá a la entrada de la caverna, muy alegre porque viene el forastero amable…, y creo que sois la gente más boba del mundo –explicó Taffi–. Es un buen hombre, ¿Por qué le habéis llenado de barro el cabello? ¡A lavarle la cara enseguida!
Todos callaron un buen rato, hasta que el gran jefe de echó a reír; luego el forastero (que era, eso sí, un Tawara) soltó también la risa, y Tegumai se rió con tales carcajadas, que al fin se quedó tendido en la orilla; también los coreó la tribu entera, con risotadas cada vez más estentóreas. Las únicas que no lo hicieron fueron Teshumai y las otras damas neolíticas. Se mostraron muy corteses con sus maridos y los llamaron “idiotas” más de una vez.
Luego, el gran jefe de la tribu de Tegumai cantó a grandes voces:

–¡Oh criatura-sin-modales-que-merece-buenas-zurras, has hecho un gran invento!
–Pues no me lo proponía –repuso Taffi–; sólo quería la lanza de papá, la del puño negro.
–No importa. Es un gran invento, y algún día los hombres lo llamarán escritura. De momento no son más que dibujos, y, según hoy hemos podido comprobar, los dibujos no se interpretan siempre con acierto. Pero llegará un tiempo, ¡oh chiquilla te Tegumai!, en que haremos letras, tantas como sea menester, y podremos leer lo mismo que escribir, y entonces diremos siempre exactamente lo que queramos, sin dar lugar a dudas. Y ahora, que las damas neolíticas laven el pelo del forastero y le quiten el barro.
–¡Casi merecía lo del barro –dijo Taffi–, pues, al fin y al cabo, aunque has traído todas las lanzas de la tribu de Tegumai, has olvidado la lanza de papá, la que tiene el puño negro!
Luego el gran jefe cantó a grandes voces:
–Taffi, hijita, cuando vuelvas a escribir una de esas cartas de dibujos, será preferible que la mandes con un hombre que sepa hablar nuestra lengua, para explicar lo que significa. Lo ocurrido no me importa, porque soy el gran jefe, pero resulta muy molesto para el resto de la tribu de Tegumai, y, según puedes ver, ha causado gran sorpresa al forastero.
Después adoptaron al forastero (que era un auténtico Tawara de Tawar), y éste quedó incorporado a la tribu de Tegumai, pues era todo un caballero u no dio mucha importancia a lo del barro con que las damas neolíticas le embadurnaron el cabello. Pero desde aquel día –y me figuro que Taffi tuvo la culpa– ha habido muy pocas niñas a quienes les gusta aprender a leer o escribir. La mayoría prefieren hacer dibujos y andar jugueteando con su papá…, lo mismo que Taffi.

Ilustración del autor (Ver nota al final de la página)
He aquí la historia de Taffimai Metallumai, grabada en un viejo colmillo, hace ya mucho tiempo, por los pueblos antiguos, Si lees la historia, o pides que te la lean, verás que está contada por entero en el colmillo. El colmillo formaba parte de una antigua trompeta tribal que perteneció a la tribu de Tegumai. Los dibujos fueron trazados en él con un clavo o algo así, y luego los trozos de rellenaron con cera negra, pero todas las líneas divisorias y los cinco círculos chiquititos de la parte inferior se rellenaron con cera roja. Cuando era nuevo, tenía en uno de sus extremos como una tracería de abalorios, conchas y piedras preciosas, pero se rompió y se ha perdido. Sólo queda de ella el pedazo que puedes ver. Las letras que están a ambos lados del colmillo son mágicas –de magua rúnica–, y si sabes leerlas encontrarás algo bastante nuevo. El colmillo es de marfil, muy amarillento y pulido. Tiene sesenta centímetros de longitud y otros tantos de circunferencia, y pesa cinco kilos doscientos cincuenta y cinco gramos.