A raíz del terremoto del año 60 en el sur del país, tomamos a nuestro cargo reconstruir obras que nadie se interesaba en llevarlas a cabo. Esta iglesia fue uno de esos casos. Para nosotros, aunque realizamos varias reconstrucciones, este es un caso único. Es que nosotros creemos que la arquitectura se encarna en casos únicos. No generalizables. Que no cuenta con obras antecesoras ni sucesoras. Sino que ellas viven por sí mismas su propia vida. No vamos, así, insertos en la historia de la arquitectura. Ella no es un desenvolvimiento histórico sino un múltiple presente.
Esta vez, la obra existente, era —a decir verdad— una copia. Cosa no de extrañarse. Su vacío interno no llegaba hasta sus columnas y muros que se extendían en meras convenciones, vale decir, en aplicación de generalidades. Que para el ojo habitual es algo perfectamente soportable. Máxime si nos hacemos cargo de la situación de que nos encontramos en América, en una zona aún primitiva, etc. y demás razones estrictamente convencionales. Por tanto, nosotros decidimos sacarla de su condición de copia; en honor de la arquitectura, y a través de ella, de este país asolado por terremotos que le piden reconstruirse. Y lo que hicimos fue precisamente que el vacío interno se encontrase con sus propios límites.
Pero cabría pensar, que antes del terremoto, la iglesia era sólo una tendencia hacia un todo armónico —el vacío y sus límites— y que ahora cumplíamos dicha tendencia. Sería así un segundo paso, este que ahora realizábamos —que transportaría a su estado cabal la forma originaria malograda. Pensar tal cosa nos es ajena. No corremos en pos de esa suerte de armonía. Ni hoy ni tampoco hace casi 25 años, cuando llevábamos a cabo la construcción de la obra. Pues nuestro sentido de la armonía no es aquel de la continuidad básica que se articula en discontinuidades que manifiestan así el discurso de aquella. No. Se trata de una discontinuidad básica que tiende a articularse en continuidades.
Por eso, ante el vacío interno levantamos superficies limitantes construidas con toda prolijidad por la prolija disposición de maderas de vetas prolijas. De suerte que entre el vacío central y las superficies limitantes se construya una virtual intersección. Anillo, este, de continuidad. Anillo que es a la par lo alcanzado y lo inalcanzable. Para construir con rigor tal cosa, los límites son planos construidos por la diagonal. Ellos reciben la luz de un modo irisado. No de claro oscuro. Dicho llegar hasta la iluminación, nos advierte a nosotros mismos que se trata de una orden que alcanza su carne. Visible. Tal visibilidad, ciertamente, hubo de habérselas con esas casi inexorables leyes de la visibilidad que ha de alcanzar una iglesia que se levanta, que se termina, que los fieles han de hacer suya. En fin esa coordenada que generalmente se entiende como el uso.
Gracias a la interna generosidad de los padres jesuitas, más allá de las inevitables desavenencias, en razón precisamente de esta visibilidad del uso y después de una larga ejecución —como ocurre en casos similares— esta obra llegó al momento de su tijeral o momento en que una construcción celebra haber alcanzado la altura que le es propia. Que para nosotros en cada caso o vez alcanza su propia forma o gravedad aun —por cierto— en reconstrucciones como la presente. Y ella alcanzó el tijeral pues cuanto hicimos no lo llevamos a cabo por cuenta propia; vale decir, concéntricamente. Sino, a la inversa, excéntricamente; pues procedimos conforme a una indicación poética, que nos señalaba al día siguiente del terremoto; “ahora y aquí”. Vale decir, ponerse manos a la obra.
Por tanto, si la palabra poética no hubiera hablado, nada habríamos realizado. Pero esto no es algo que nos atañe a nosotros en cuanto que nos inspira, nos envalentona, etc. No. Se trata que la palabra a través de nuestro obrar excéntrico alcance a ser carne de extensión. En el temor de tal cosa, nos atrevimos a trazar lo que nuestros pasos —de nuestros pies— en la obra iban midiendo y a porfiar para que la prolijidad de las maderas alcanzaran su ser algo concluso.
Alberto Cruz Covarrubias
Esta vez, la obra existente, era —a decir verdad— una copia. Cosa no de extrañarse. Su vacío interno no llegaba hasta sus columnas y muros que se extendían en meras convenciones, vale decir, en aplicación de generalidades. Que para el ojo habitual es algo perfectamente soportable. Máxime si nos hacemos cargo de la situación de que nos encontramos en América, en una zona aún primitiva, etc. y demás razones estrictamente convencionales. Por tanto, nosotros decidimos sacarla de su condición de copia; en honor de la arquitectura, y a través de ella, de este país asolado por terremotos que le piden reconstruirse. Y lo que hicimos fue precisamente que el vacío interno se encontrase con sus propios límites.
Pero cabría pensar, que antes del terremoto, la iglesia era sólo una tendencia hacia un todo armónico —el vacío y sus límites— y que ahora cumplíamos dicha tendencia. Sería así un segundo paso, este que ahora realizábamos —que transportaría a su estado cabal la forma originaria malograda. Pensar tal cosa nos es ajena. No corremos en pos de esa suerte de armonía. Ni hoy ni tampoco hace casi 25 años, cuando llevábamos a cabo la construcción de la obra. Pues nuestro sentido de la armonía no es aquel de la continuidad básica que se articula en discontinuidades que manifiestan así el discurso de aquella. No. Se trata de una discontinuidad básica que tiende a articularse en continuidades.
Por eso, ante el vacío interno levantamos superficies limitantes construidas con toda prolijidad por la prolija disposición de maderas de vetas prolijas. De suerte que entre el vacío central y las superficies limitantes se construya una virtual intersección. Anillo, este, de continuidad. Anillo que es a la par lo alcanzado y lo inalcanzable. Para construir con rigor tal cosa, los límites son planos construidos por la diagonal. Ellos reciben la luz de un modo irisado. No de claro oscuro. Dicho llegar hasta la iluminación, nos advierte a nosotros mismos que se trata de una orden que alcanza su carne. Visible. Tal visibilidad, ciertamente, hubo de habérselas con esas casi inexorables leyes de la visibilidad que ha de alcanzar una iglesia que se levanta, que se termina, que los fieles han de hacer suya. En fin esa coordenada que generalmente se entiende como el uso.
Gracias a la interna generosidad de los padres jesuitas, más allá de las inevitables desavenencias, en razón precisamente de esta visibilidad del uso y después de una larga ejecución —como ocurre en casos similares— esta obra llegó al momento de su tijeral o momento en que una construcción celebra haber alcanzado la altura que le es propia. Que para nosotros en cada caso o vez alcanza su propia forma o gravedad aun —por cierto— en reconstrucciones como la presente. Y ella alcanzó el tijeral pues cuanto hicimos no lo llevamos a cabo por cuenta propia; vale decir, concéntricamente. Sino, a la inversa, excéntricamente; pues procedimos conforme a una indicación poética, que nos señalaba al día siguiente del terremoto; “ahora y aquí”. Vale decir, ponerse manos a la obra.
Por tanto, si la palabra poética no hubiera hablado, nada habríamos realizado. Pero esto no es algo que nos atañe a nosotros en cuanto que nos inspira, nos envalentona, etc. No. Se trata que la palabra a través de nuestro obrar excéntrico alcance a ser carne de extensión. En el temor de tal cosa, nos atrevimos a trazar lo que nuestros pasos —de nuestros pies— en la obra iban midiendo y a porfiar para que la prolijidad de las maderas alcanzaran su ser algo concluso.
Alberto Cruz Covarrubias